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María C


Martes. Tercera hora de clase. Noto cómo un escalofrío me cala los huesos a medida que el profesor me indica que me levante. Hoy es el día. Hoy toca exponerles a mis compañeros mi experiencia por el neolítico. Estoy preparada.

Sin dubitaciones, me levanto y me pongo frente a la pizarra con todas las miradas apuntándome. No puedo evitar ruborizarme. Con suerte, el profesor logra desviar sus miradas. En cada explicación, me vienen a la mente todas las hazañas, todos los momentos, las dificultades por las que pasamos. Cuando me concede la palabra, me siento libre de explicar esta experiencia tan peculiar. De repente, esos ojos a los que tanto temía unos minutos atrás ya no me dan miedo.

Me parece asombroso ver en los semblantes de mis compañeros alegría, estupefacción, perplejidad e incluso confusión. Parecen que están anonadados, aunque siendo sinceros, yo también lo estaría, pues no todos los días te presentan un proyecto en el que se recrea una aldea neolítica usando los mismos procedimientos que en aquel entonces. Para mi sorpresa, lo que más les deja sin habla es el utillaje: las hachas, las hoces, las mesorias… Explicamos el procedimiento de fabricación de las herramientas, las diferencias que presentan y el modo de su utilización.


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