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Olaia


Cuando mi abuela Claudia murió, a los pocos días mis dos primas y yo nos reunimos para repartir la poquita herencia que nos había dejado. He de reconocer que me costaba creer que una vida tan humilde en lo material diese para una reunión de esas características, pero accedí promovida por la apatía de aquellos días. Elena, la mayor, puso encima de la mesa dos relojes, tres pulseras y cinco pares de pendientes, todo de oro.

– Es lo único de valor que ha dejado la pobre, pero tendremos que repartirlo-, aclaró entre aparentemente resignada y avergonzada. -María, como siempre has vivido con ella y estabais tan unidas, elije lo que quieras-, me ofreció.

Mi abuela -a la que yo muchas veces sentía como una madre- siempre había vivido con mis padres, mis hermanas y conmigo en la casa familiar. Por eso, a duras penas podía comprender cómo mis primas habían accedido a las joyas en tan poco tiempo y, sobre todo, un tiempo tan triste que cuesta creer que deje espacio para ese tipo de búsquedas.

-Ya tengo todo lo que quería. Lo he cogido sin vuestro permiso porque he entendido que no os iba a interesar-, comenté despreocupada.

Selena, la menor, me preguntó con un tono entre la sorpresa y la incertidumbre: -¿Y qué es eso que no nos interesa?-. Me puse a la defensiva por si alguien se atrevía a arrebatarme esa parte de mi herencia. -Es una libreta que tenía la abuela, que siempre llevaba en el bolso por si le daban algún número de teléfono o dirección-, expliqué.

Lo apuntaba en la libretita con su enorme pero cuidadísima letra de estudios primarios inacabados y, al llegar a casa, me lo daba y me pedía que “se lo pasase a limpio” en la libreta de direcciones grande. Yo primero protestaba por esa dura tarea que me daba tantísima pereza, pero siempre lo acababa haciendo con la mejor de mis caligrafías. Un día, para darle una sorpresa a mi abuela y a modo de compensación por haber protestado tanto por la comida que tocaba ese mediodía (fréjoles), abrí su bolso, cogí la libreta y apunté en una de las hojas que aún estaban en blanco: “Claudia es la más buena y la más guapa del mundo”. Yo tendría 8 o 9 años. Ella tardó mucho tiempo en verlo y ya ni siquiera recuerdo cómo reaccionó, supongo que con alegría pero sin excesos… No entiendo cómo he podido olvidar esa reacción. Con el paso de los años y no mucho antes de morir, mi abuela me pidió que pasase a limpio la dirección de una antigua vecina del pueblo y me dediqué a fisgonear en la libreta. Allí apareció la maravillosa frase, con mi letra de niña seria y aplicada, escribiendo ese mensaje tan sincero e inmenso. En ese momento recordé lo que pude, pero me sorprendí de cómo en esos diez años había sido capaz de no volver a recordar nada con respecto a esa frase; sin embargo, al leerla me acordé de todo, o casi todo. Al conservar la libretita, tal vez logre algún día imaginar la emoción de mi abuela al leer la frase o quizá pueda recordar cómo me transmitió su gratitud por esas palabras que, sin duda, eran una declaración de amor de su nieta favorita…

Pero no les conté nada de esto a mis primas, era parte de mi herencia. Lo que sí tenía claro es que esa libreta me pertenecía a mí y no a ellas, de eso no había ninguna duda.

-Es metálica pero no es de plata. No sé quién se la regaló pero me trae muy buenos recuerdos y me la quiero quedar yo-. Así concluí con mi explicación sobre la libreta, que tenía guardada en el bolso pero que no tenía la más mínima intención de mostrar; era privada, pertenecía al mapa de mis emociones.

Mis dos primas no daban crédito a mis palabras pero una libreta tampoco podía ser tan valiosa como para querer saber más de mi extravagancia. Aún así, Elena insistió:

– Sí, pero eso no tiene valor. Elige algo de lo que ha dejado de valor, vamos, las joyas- matizó.

No quise enfadarme porque estaba liberada al no tener que dar más explicaciones sobre la libreta y sentencié: -Sí tiene valor, el de los recuerdos. No quiero relojes ni joyas de la abuela. En realidad no la definían, las había ido comprando con sus ahorros porque le gustaban, pero sufría al pensar en todo lo que podía habernos regalado si no las hubiese comprado, así que no las quiero-. Me di media vuelta, metí la mano en el bolso y acaricié la libreta llenándome de una enorme calma.


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