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Silvia


Esencias de una infancia; el olor del eucalipto en la plazuela de mi barrio, la planta del tomate entre las manos ya melladas, la rosa añeja del cuarto señorial y esa esencia indescriptible a la que olían los abrazos, los besos, los consejos, los paseos, e incluso, las reprimendas.

Esas huellas impregnadas en la memoria que hacen que guardes de la manera más tierna los recuerdos de un pasado, que al cerrar los ojos e inhalarlo te recrea las escenas de una plena felicidad infantil y adolescente. Donde todo parecía estar en orden, donde no existía el miedo, donde los malos momentos se resolvían con un sonidito semejante a los besos, que sin embargo, no requería el movimiento de los labios pero te aliviaba. Te agarrabas fuerte de la mano, esa mano rugosa, cargada de experiencia, de trabajo, de cariño y de tesón que tenía el poder de la calma.

Debe de existir una linea discontinua entre los recuerdos y las pertenencias, la propiedad, la identidad. Desconozco la definición perfecta para todas estas sensaciones encontradas, pero guardo estos aromas en una pequeña cajita de madera que sin ningún valor inicial hoy en día es uno de mis bienes más preciados. Es la custodia de mi memoria viva, guarda simbólicamente a las personas que han pasado y que están presentes.

A menudo observo las fotos que poseo de momentos pasados y me permiten recordar todo lo vivido, pero nada se asemeja a los aromas que guardo, que me trasladan a su regazo y me permiten seguir construyendo una vida conjunta en la que los siento presentes. Les hago partícipes de mis logros y mis fracasos son parte de mi vida, de mi infancia, de mi identidad. Son mi patrimonio heredado.


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