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Gabriel F.


Esmeralda. Puro. Helecho. Hierba. Olivo. Oscuro. Todos ellos diferentes tonos de verde. Todos ellos presentes en las laderas del Montsacro, en las que nací, me crié y viví durante diecisete años.

La clave de su misterioso nombre se halla en su cima, donde se erigen dos capillas prerrománicas de origen templario, guardianas otrora de las reliquias del Arca Santa trasladadas bajo el poder de Alfonso II El Casto a la Catedral de Oviedo. En sus laderas, tres serpenteantes caminos esquivan hórreos repletos de maíz y patatas para llegar a lo alto.

Cada 25 de julio, en honor al apóstol Santiago, todo el pueblo, ancianos y niños incluidos, a pie o a caballo, emprende el camino hacia la cima al ritmo que marcan las gaitas. Arriba, como recompensa, les esperan la sidra, las fabes con compangu y si por alguna casualidad el día está despejado, unas impresionantes vistas que llegan hasta las olas del Cantábrico.

Lejos quedaron ya para mí esas ascensiones a la montaña. Y las tardes lluviosas. Y las excursiones al mar los domingos. Pero esa lejanía es meramente física porque siempre llevaré Asturias en mi corazón. Por ser mi tierra, la tierrina.


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