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Alba A


He elegido estos dos peluches como patrimonio personal, aunque para los demás sea eso, dos simples peluches, para mí no lo son.

Llevan conmigo desde pequeña, exactamente desde los cuatro años.

Mi padre compartía habitación en el hospital con un señor que no tenía familia, bueno sí tenía pero no sabía nada de ellos porque vivían muy lejos, y mi madre cuidaba de los dos. Al ser yo tan pequeña no podía ir a ver a mi padre, por lo tanto, este señor nunca me conoció, pero sabía más de mí que cualquier otra persona.

Todos los días mi padre sacaba fuerzas de donde pudiese y le contaba lo increíble que era su hija, y lo que me echaba de menos. Él tenía una hija de la misma edad a la cual ya no veía, y también hablaba de ella un montón.

De alguna forma quería agradecer a mis padres todo lo que habían hecho por él, y cuando dieron el alta, con el poco dinero que cobraba de su pensión, y me regaló la vaquita de la derecha. Y mi padre me regaló la de la izquierda para que pasase lo que pasase nunca me olvidase de él. Y asi fue, esos dos “simples” peluches marcaron mi infancia. Hicieron que, aunque mi padre no estuviese presente físicamente, lo estuviese de alguna forma.

Y aunque es muy duro que un pilar tan grande no esté ya en nuestras vidas, siempre queda algo de ellos con nosotros. A veces algo material, que no vale su precio, sino todo lo que llevan consigo, y siempre miles de recuerdos. Me hicieron comprender que hasta el más mínimo detalle con una persona, puede significar mucho en su vida.

Como dijo Michel Rostain: «Lo que se recuerda siempre vive, nunca muere»


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